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Adiós, Manu Leguineche

       Trataré de ocultar los sentimientos. El periodista Manu Leguineche, fallecido el pasado 22 de enero, no los soportaría si son consabidos, porque sólo dan lugar a hagiografías. Con arreglo a la lógica madrileña, conocí a Manu diez años después de lo debido junto a los también periodistas Ricardo Cid, Antonio Machín y Felix Bayón, en los bares de El Pardo, aquellos lejanos días con Franco agonizando, por si saltaba la noticia, prolongados en “La Hemeroteca”, bebedero frecuentado entonces por gentes de esta profesión, allá por Islas Filipinas, muy cerca de su domicilio madrileño. Resultó que aquel Leguineche era el tipo con el que venía cruzándome en los últimos diez años por bares y casas de comidas, por lugares y circuitos idénticos de la zona de Cea Bermúdez, viviendo yo en un piso compartido con otros tres estudiantes en Joaquín María López, esquina a Vallehermoso. La presunción madrileña de que en la capital de España todos nos conocemos y que la presentación, por tanto, es una costumbre de bárbaros, provocó este retraso histórico.

      Por entonces, Manu ya era un prestigioso periodista de guerras sin haber hecho una sola concesión para ganar un lector. Esta persistencia en las propias convicciones únicamente puede sostenerse en el talento periodístico. Es frecuente que el talento se recubra para el ordinario vivir de actitudes contra las pertinentes insidias a la tontería, lo que suscita sin remedio el recelo del gregarismo acomodaticio. Manu siempre llevó ese handicap con una lucidez barojiana, permitiendo que fuese su ironía la que cargase con el inconveniente. Enseguida te dabas cuenta que este vasco internacional cultivaba la pasión de la amistad, de la que no todos eran merecedores y una rara  y permanente fidelidad a ella.

      Bastó con ser un modesto amigo de Manu para saber que en él el valor y el ejercicio de la amistad tenían las características más sólidas y tradicionales. En el caso de la nuestra, después de diez años de desconocimiento, nos puso al día no tanto la común experiencia de habernos educado por el Madrid de las tabernas y el mus, sino primordialmente nuestra común afición a la felicidad.

Manu, quizás por practicarla más (me llevaba tres años), creía menos que yo en semejante ocurrencia, pero ya se sabe que la existencia de la felicidad sólo se demuestra andando. A cambio, presumía de un carácter serio, probablemente para no presumir de su capacidad de trabajo.

      Por resumir su infancia, Joaquín Leguina, compañero suyo en los jesuitas de Tudela, afirma en su libro “La luz crepuscular” que, como futbolista, “era duro como un pedernal y ejercía de defensa leñero, pero en el terreno intelectual apuntaba maneras. Y acabó emigrando a Valladolid para terminar allí sus estudios, haciéndose amigo de Miguel Delibes y convertirse, con el tiempo, en el mejor reportero universal”. Fue un hombre de su generación, “el primero de su generación que dio un salto al exterior, sabiendo recoger la palpitación de nuestro tiempo como corresponsal”, afirmó de Manu el periodista y escritor Vázquez Montalban. Desde la guerra del Vietnam hasta uno de los últimos conflictos de Israel con el mundo árabe, este periodista “todo terreno” cubrió todas las guerras, crisis, cambios de gobiernos, conferencias en la cumbre, viajes de Papas o entrevistas a personalidades de la política internacional, desde Perón a Indira Gandi.

       Para nuestra provincia, todo empezó en 1986. “El destino me llevó, en otoño, a ese espacio que Dios creó entre Torija y Cañizar”, recordaba Manu. Su interés por nuestra tierra muy probablemente le vino por aquellas otras estancias de Hemingway, Dos Passos, Gelhorn, Saint-Exupery o Mathews, corresponsales también llegados a la “Batalla de Guadalajara”, en la Guerra Civil española y que Manu se sabía de memoria. También por la apasionante historia de William Randolph Hearst, (descrita por él en su novela “Yo pondré la guerra”), ganador de la guerra de Cuba contra España y expoliador del monasterio de Óvila, sin olvidar sus lecturas de las andanzas por Guadalajara de los vascos Baroja y Unamuno, o aquellos testimonios de gentes de nuestra provincia en algunos de sus míticos libros, “Annual 1921”, “Yo te diré...la verdadera historia de los últimos de Filipinas”, “Los topos”, etc. Probablemente, ya digo, todas estas circunstancias influyeron en la decisión de Leguineche para instalarse en la Alcarria.

      Cuidadoso siempre con las formas, comenzó el rito de iniciación al paisanaje. Cuando aparece por primera vez en Cañizar, Manu sabe muy bien, que “no hay que llamar la atención, hay que pasar inadvertido”, se aconseja a sí mismo. En la Alcarria redescubre el agua en el camino de Torija a Trillo. El vitalista, el vividor de las grandes y pequeñas cosas, sabe decir y sabe acompañar en estos paisajes alcarreños. Sabe decir y acompañar en las noches de mus en Cañizar, en su posterior casa de Brihuega, en sus comidas del Tejar de la Mata, Torija o Masegoso, en sus paseos por Cifuentes...Yo diría que su momento de esplendor lo tuvo en su retiro en nuestra tierra. Por su parte, “las gentes de la Alcarria me dieron todo lo que yo no encontré en los libros:espontaneidad, ingenio y memoria de los días”, sostenía en uno de sus libros.

      Y llegó la adversidad. Desde hace una docena de años, una enfermedad degenerativa del sistema nervioso le fue minando las facultades físicas. En este estado creo que es cuando más hay que tratar a la gente. Todos los humanos felices son iguales, pero cada dañado tiene una historia irrepetible.  Puedo asegurar que, a pesar de todo, mantuvo intacta su lucidez a pesar del mazazo que le cayó encima. Su lucidez y, sobre todo, sus enormes ganas de vivir. En lugar de lamentarse o acobardarse con su cuerpo hecho un expolio, siguió reaccionando con una inteligencia y pasión intactas. Con su enfermedad a cuestas mantuvo la serenidad de un buda que sonríe con parsimonia. Lo suyo era más bien una risa íntima, casi siempre burlona. “Me encuentro tan a gusto debajo de este top manta”, me dijo un día, eso sí, después de ganar un partido de fútbol su Atlético de Bilbao.

      En ese estado, y con la impagable ayuda de GabrielaJesús, hizo lo imposible por sacar a la luz su último libro, “El club de los faltos de cariño”. Junto con “La felicidad de la tierra”, son los libros más humanos y alcarreños escritos por el periodista vasco. Estas obras forman parte de nuestro paisaje más cercano: el idioma en los que están escritos, los lugares en los que suceden, el habla y la apariencia física de los tipos que retrata. Con ellos le pasa a uno como con la mejor poesía, que no puede darlos nunca por leídos, que son nuevos cada vez y van haciéndose más hondos según la propia vida se va colmando de experiencia o, según el paso del tiempo, nos va dejando un grado inevitable de sabiduría.

      En definitiva, el decano de los corresponsales de guerra y maestro del reporterismo llegó a la Alcarria como periodista y escritor, pero también como persona, a identificarse con una tierra diferente a la suya. Al final, con su estilo personal y entrañable cautivó a esta provincia que tanto y bien ha escrito. El periodista que estuvo cuarenta años dando vueltas por el mundo (una de ellas en 81 días), narrando guerras, guerrillas, tragedias, terremotos o golpes de Estado, llegó a un mundo para él desconocido, pero que se fue convirtiendo en el mundo que tuvo más en el corazón. Los que compartimos con él las charlas, copas y cuchipandas, le recordaremos con un poco de emoción.          

                                                                                                                         José García de la Torre

                                                                                                                         Periodista

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