Agarro la cámara y el trípode y me voy a hacer unas fotos de la ciudad vacía bajo el toque de queda.
La Calle Mayor alta desde el Jardinillo./ Galería de fotos y video en el interior.
Nunca llegué a imaginarme que vería a la Brigada Paracaidista patrullar, Cetme en mano, por el paseo de San Roque en una España democrática, en las primeras semanas del estado de alerta, ni se me habría ocurrido que hubiera que recurrir al toque de queda, como en las guerras, para controlar un problema de salud, por grave que fuera.
Se empieza primero dejándole al poder las manos libres por cuatro meses, sin tener siquiera que dar cuentas en el parlamento, órgano de la soberanía nacional, y acabarán por creer que el poder legislativo y el judicial debe estar supeditado al ejecutivo, por interés nacional.
Es claramente indicativo de que las autoridades no lo están haciendo bien, porque si hay que restringir libertades para devolver la normalidad la tentación totalitaria se hará cada vez más presente entre nuestros gobernantes. Se empieza primero dejándole al poder las manos libres por cuatro meses, sin tener siquiera que dar cuentas en el parlamento, órgano de la soberanía nacional, y acabarán por creer que el poder legislativo y el judicial debe estar supeditado al ejecutivo, por interés nacional. Y de ahí a la Conquista del Estado, en versión de Ramiro de Ledesma o de Lenin, va apenas un paso.
Siento pena por encontrarme con esta Guadalajara vacía en la que el silencio es un clamor. Apenas media docena de coches transitan con sigilo por la Carrera de San Francisco hacia sus hogares cuando quedan cinco minutos para el toque de queda. El paseo de Las Cruces, con sus luces multicolores y pasos de cebra de la Guerra de las Galaxias, parece un aeropuerto robado. Sin un alma. Sin alma. La egregia estatua de Alvar Fáñez me pregunta qué batalla habremos perdido al ver tanta desolación. Si los almorávides habrán atrapado al rey Alfonso VI tras ser derrotado en Uclés y han entrado en Toledo. No sé qué decirle.
Ciertamente hará falta una reconquista para dejar atrás esa nueva normalidad, que solo es un sofisma para ocultar la realidad, es decir, que carecemos de ella como de cordura y patriotismo para que toda España se ponga a trabajar de una manera coordinada como han hecho en Francia o Alemania. En la dispersión y el sectarismo sí somos una gran potencia europea.
Un autobús vacío cruza las Cruces. El conductor me ve con la cámara y me saluda. Nos saludamos.
La egregia estatua de Alvar Fáñez me pregunta qué batalla habremos perdido al ver tanta desolación. Si los almorávides habrán atrapado al rey Alfonso VI tras ser derrotado en Uclés y han entrado en Toledo. No sé qué decirle.
En mi deambular por el casco histórico en mi intento por fotografiar el silencio, solo me cruzo con dos inmigrantes, un hombre que pasea a un perro delgado como una raspa, una mujer sin techo cargada de bártulos en busca de algún lugar donde dormir y un joven sin mascarilla, lanzando una perorata en un idioma ininteligible para mí y al que tengo que advertir que no se me acerque, y me alivio de que me haga caso, porque estaba muy puesto de algo. Desconozco cómo acabaría la noche.
Frente a la iglesia de Santiago, en Santa Clara, el comendador Javier Borobia, travestido en bronce, está muy molesto porque su Tenorio Mendocino y renacentista se tenga que refugiar en el teatro Buero Vallejo del Covid, como si fuera el mismísimo Alcázar, cuando el Alcázar era Real y no un vestigio.
En la plaza de España, antes de Los Caídos, y mañana solo Dios lo sabe, no flamea la bandera, que languidece fofa y caída como el país. El cardenal González de Mendoza, inmenso en su pedestal a un lado del palacio de la familia, no tiene a nadie a quien contar su formidable historia de poder y amoríos, será porque la historia la estamos escribiendo, ahora, con este puto virus que no solo ha llevado a España al ERTE, sino que ha apagado su estado de ánimo. El de todos nosotros.
Un camión de la basura se lleva algo, pero me temo que no es el virus. Este llega más desafiante a la segunda ola, después de haber hecho el Guadiana durante el verano. Como Sánchez en Doñana.
Siento pena por encontrarme con esta Guadalajara vacía en la que el silencio es un clamor
Me pregunto cuántas olas más tendremos que soportar hasta que seamos capaces de vencerlo. Y cuánto habrá cambiado nuestra sociedad, mientras tanto. Porque si hay algo que debemos tener claro es que habrá una sociedad antes del Covid y otra después. Empezando por las costumbres. Para dar un beso furtivo a un extraño se tendrán que conformar con acercarse a Gustav Klimt en el Belvedere de Viena. En la hostelería se han arruinado esos pequeños restaurantes y bares decimonónicos en los que había que apretarse para alcanzar la barra, y todavía se podían tirar al suelo las cáscaras de gambas. Van a cambiar muchas cosas, lo asumo, pero lo que no tendría perdón es que la emergencia sirviera de excusa para dejarnos jirones de libertades en la gatera. Como cuando Fernando VII volvió para echar cuentas a los liberales que le habían hecho jurar la Constitución de Cádiz y entró en Madrid en un carruaje tirado por vasallos, como si fueran bueyes, al grito de :¡Vivan las caenas!
Vuelvo a mi casa porque en esta Guadalajara del toque de queda, terminada mi misión informativa, no hay nada que hacer.
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