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Barreda, Díaz y Sánchez ante la prueba del Kobayashi Maru

En una ocasión leí que el que sabe hablar, sabe también cuando; y si recuerdo la frase es, seguramente, porque todos nos hemos arrepentido en algún momento de haber hablado más de la cuenta. Las declaraciones de algunos barones (y baronesas) del Partido Socialista no se han correspondido con ese principio desde el 20 de diciembre de 2015 para acá, aunque ahora, forzados por las circunstancias, no hayan tenido más remedio que replegar velas, no por convencimiento sino por una especie de desistimiento táctico a la espera de un momento más propicio para la guerra galana.

Las declaraciones y, sobre todo, los modos empleados por Susana Díaz, y por otros miembros de ese grupo que parece capitanear (aunque alguno haya rolado ya hacia mares más calmados), han oscilado, según mi parecer, entre lo imprudente y lo impresentable. Y no digo lo que digo porque yo sea de los que creen que Pedro Sánchez es, precisamente, el mejor líder del PSOE que los siglos han conocido, sino porque incluso él tiene derecho a que le dejen respirar, a intentar gobernar si llegan a darse las circunstancias. Tan elemental principio deberían habérselo aplicado, de manera especial, aquellos que como la señora Díaz maniobraron para que no fuera elegido Secretario General el poco consistente Madina, de igual modo que otros maniobraron a favor del inefable Zapatero para que el candidato no llegara a ser José Bono. Tal es la estructura interna de los partidos políticos tradicionales (los nuevos ya se verá, porque algunos ya apuntan maneras), tal es su endogamia, su esclerosis múltiple, la aplicación sin rubor de  la tantas veces citada ley de hierro de las oligarquías, que algunos líderes territoriales con ese mando en plaza que otorga el presupuesto, el diario oficial, los nombramientos de personal eventual, y no sé cuantas cosas más, se creen con derecho a colocar –incluso en los puestos más señeros– a representantes, procuradores o personeros encargados únicamente de reservarles un puesto que consideran suyo, pero no se deciden a ocupar por no tener el don de la ubicuidad o por miedo al vacío. Lo hemos visto mil veces, pero Susana Díaz lo ha superado.

Le guardo cariño, y mucho, al Partido Socialista: casi dos décadas milité en él, y sería la mía una posición miserable si no reconociera lo mucho que esa formación ha aportado a la todavía joven democracia española, aunque ahora tenga una gravísima crisis de identidad. Y cariño conservo, claro, a muchos antiguos compañeros, y puede que esa sea la razón por la que escribo un artículo como el presente. Por tal motivo, cuando en medio de la confusión de momento tan crítico comienzan a aparecer personas autorizadas y solventes que aportan sensatez al debate, lo mínimo es sentirse razonablemente contento.

Después de tanto despropósito acumulado en las últimas semanas, las afirmaciones de José María Barreda, por otro lado tan sencillas, tan poco discutibles, han de ser necesariamente bien acogidas.  Porque mira que es simple y sencillo lo que ha dicho: que debe dejarse a Pedro Sánchez el margen de maniobra que todo secretario general ha tenido siempre;  que sigue siendo él quien tiene la responsabilidad de dirigir el partido y de tomar las decisiones que estime oportunas, aunque, por razones de buena política, deba consensuarlas; que estamos en el principio del principio de la negociación, y no deben adelantarse acontecimientos ni poner, tan pronto, líneas rojas; y que no ve nada pernicioso en el comentado viaje a Portugal.

Lo más lamentable para el Partido Socialista es que los comportamientos de algunos barones ponen de manifiesto lo peor; y lo peor no es sino la lucha encarnizada, descarnada, cruel, por lo que queda de poder (ya veremos si en alza en los próximos años o tristemente residual y terminal) antes que por la pelea, que debiera ser a brazo partido, para arrancar a los votantes desencantados de las garras  de aquellos otros partidos políticos, singularmente Podemos, a los que han vuelto la mirada por la incapacidad del PSOE de articular una oposición creíble frente a Mariano Rajoy. Ese sí es pecado, y no pequeño, de Sánchez.

Al despreciar el pacto con Podemos, es muy difícil que los barones socialistas puedan defender que no se desprecia, al propio tiempo, a los millones de votantes que otrora fueron del Partido Socialista y que han optado ahora por aquélla otra formación política. O es eso, o es que a los que han seguido este camino, seguramente cargados de razones, se les considera imbéciles –además de represaliados por la crisis– porque no saben lo que hacen. El mejor modo que tiene el Partido Socialista de no recuperar jamás a los votantes que han huido, es que siga despreciando sin tino a la formación que los ha acogido, y que previamente ha expuesto cual era su programa. Que el Partido Popular, o, incluso, Ciudadanos, carguen contra la idea de un pacto de izquierdas, es razonable, está en la esencia misma de las cosas: no van a recibir la iniciativa con aplausos. Aún más podría decirse: si sumamos los votos de las dos formaciones políticas citadas, podría concluirse que el centro–derecha ha sobrevivido razonablemente bien a estos años de durísima crisis (si es que es una crisis), y de ajuste poco equitativo, en la que un tercio de la población ha quedado descolgada del progreso alcanzado por el país en las décadas previas a la crisis. El PIB no ha caído tanto como para ocasionar tamaños estragos; han pasado más cosas.

Es en este contexto, no nos perdamos, en el que un sector del Partido Socialista –sin llegar a los extremos del extravagante Corcuera y del resentido Leguina–, postula si no la gran coalición (formalmente descartada por la dirección) sí algo que se le parezca mucho. Postura legítima también, sin duda, pero debe aclararse qué es lo que realmente significa. Y lo que significa, según mi parecer, es el apuntalamiento y santificación de las políticas llevadas a cabo durante más de un lustro en España y en Europa, cuyo fracaso empieza a ser patente y se visualizará –también es una opinión personal– en los meses y años sucesivos. Me he cansado de escribir que la política del bloque alemán terminaría en un fiasco. Releyendo el último de los artículos que sobre la cuestión tengo escritos, de hace cinco meses, y contrastándolo, a su vez, con las razones de la caída del Ibex 35 y del Dax alemán desde primeros de año, no sé si causa estupor o repugnancia escuchar a los que realmente mandan en Europa: postulan ahora, aunque todavía sea con la boca pequeña, el abandono de la ortodoxia de consolidación fiscal que ha pauperizado –cuando no humillado– al Sur de Europa, argumentando para ello, sin mezcla alguna de vergüenza, no su propia torpeza y egoísmo sin límites sino las débiles excusas de un mayor gasto militar francés, la acogida de refugiados en Alemania (al mismo tiempo, pásmense, que afirman la utilidad para su economía), y no sé qué ruido de bajada de impuestos en España. En este contexto, un sector del Partido Socialista postula la gran coalición, o algo que se le parezca, sin percatarse de que, muy probablemente, Europa se encamina (porque no le queda otra a Alemania si el problema chino crece) a un cambio de la política monetaria y presupuestaria. Sí, es muy posible que sea así: con el mantra de la estabilidad y de la consolidación fiscal se defiende el apuntalamiento de una política que, muy probablemente, está a punto de ser variada por las instituciones de la Unión Europea, particularmente por su Banco Central.

¡Claro! Es que, además, viene el lobo o el demonio. No me encuentro entre sus votantes, vaya por delante, pero Podemos está ofreciendo pruebas tan solventes de acomodación paulatina al medio, que no creo que realmente sea un gran problema ni para España y su unidad, ni para Europa y su ser. Si además dijeran sus dirigentes de una vez que Maduro es un impresentable, y no enredaran tanto con esa propuesta (de supercasta) tendente a conseguir no sé cuantos grupos parlamentarios, mejor aún. Me parece que los problemas reales son otros y son mucho más gordos. Podemos no surge por un contubernio judeo –masónico, ni porque Maduro haya blandido la espada del Libertador en algún ceremonial sagrado en el que, además, se haya manifestado Chávez en forma de pajarito. Podemos es hijo de la crisis, de las reformas poco equitativas de Rajoy, y de la incapacidad del PSOE para oxigenar el partido y configurar una oposición creíble y con músculo. Y mientras una y otra cosa sucedían, un pirómano suicida y atrabiliario decidía liarla en Cataluña, contando de nuevo con dos excelentes auxiliares: los complejos del Partido Socialista y el tancredismo de Mariano Rajoy. ¿Están ustedes seguros de que debe gravitar ahora sobre Podemos la mayor parte de responsabilidad de la cuestión catalana porque plantea la realización de una consulta, un referéndum o como lo quiera llamar? ¿No será que, acertada o erróneamente, pretende, al fin y al cabo, darle una solución a un problema que han creado los tres partidos sobre los que ha pivotado la gobernabilidad de España desde la Transición?

¡Pero vamos a ver! Está constitucional y legislativamente prevista la posibilidad de convocar referéndums, y ahora resulta que es imposible convocarlos. ¿Acaso Suiza  se rompe cuando cada día pregunta a su gente por las cosas más inverosímiles? Eso sí, sólo se conoce en su historia reciente una tentación de secesión de los cantones católicos (en 1847), la guerra del Sonderbund (alianza separada), que no llegó a ocasionar un centenar de muertos pero que sirvió para dejar claro que con la integridad territorial no se jugaba. De igual modo que Podemos es hijo de la crisis, de la política de ajustes, y de un PSOE sin músculo, el problema catalán tiene su origen en la torpeza de PP, PSC-PSOE y Convergencia. Y de alguna manera hay que salir del lio sin liarla aún más.

Entiendo la postura del PP sobre esta última cuestión, pero mucho menos la del Partido Socialista. Una hipotética consulta en Cataluña ni acabaría con la Osa Mayor ni con la unidad de España, eso es seguro. De hecho, bien pensado, parece una tontería tan tonta como solemnemente pronunciada hasta la extenuación. Tal como se plantea la cuestión por los detractores de una hipotética consulta, dan ganas de no escuchar más y de decir aquello de que una buena conversación debe agotar el tema pero no a tu interlocutor. Y es que lo que se dice cada día cansa, aburre, hastía, por la sencilla razón de que se discute permanentemente sobre supuestos que no se pueden dar en la realidad. Se habla de lo imposible –un referéndum para la independencia– para no tener que hablar de lo posible.

Con una dictadura acaba la muerte del dictador o la evolución de aquél Estado hacia un ente anacrónico y desvencijado que ya no aguanta más. El franquismo moribundo agravó, al no tomarse en tiempo oportuno las decisiones adecuadas, la crisis del petróleo de 1973. La enfermedad terminal del dictador ocasionó la esperpéntica descolonización del Sáhara Occidental. Un Estado democrático, y España lo es, sólo puede morir si deja de regir el imperio de la Ley (al estilo de la ópera bufa en la que se ha quemado a lo bonzo Artur Mas), o bien porque se sigan los postulados de la Doctrina de la Exégesis (petrificación del Derecho mientras la sociedad evoluciona) hasta el punto de considerar que las normas aplicables a los ciudadanos, y a los territorios en los que viven, son menos susceptibles de evolución que el mismísimo Corán. Tal vez, lo que tenían que hacer los dirigentes del Partido Socialista, con Susana Díaz a la cabeza, es recapitular, empezar por el principio, y estudiar atentamente nuestro Derecho vigente. Y, junto a ello, explicarle a la gente las cosas tal como son y no como a ellos les gustaría. Sería bueno, desde luego, que Susana, y otros como Susana, entendieran de una puñetera vez que España no es lo mismo que la idea que ellos tienen de España. Que un señor de Vizcaya, o de Es Castell, o de Porriño, o de La Bañeza, tiene una idea de España tan válida como la suya. Si Susana, u otros como Susana, hacen ese esfuerzo intelectual, mucho tendremos ganado. Porque las cosas en España, según mi parecer, son de la siguiente manera:

1º.- La soberanía nacional reside en el pueblo español, en todo el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.

2º.-Un presidente de comunidad autónoma cualquiera, se apellide Mas o Puigdemont, no va a alterar ese escenario de ninguna de las maneras, se ponga  como se ponga. Convendría observar que en el caso que nos ocupa no ha sido siquiera necesaria una firme oposición del Estado para que la extravagante pretensión no alcanzara logros destacables, sino sólo humo. Y a pesar de que la pantomima parece prolongarse un poco más, consecuencia de la rendición de la CUP (ni la CUP ni Convergencia se han atrevido a preguntarles otra vez a los catalanes), nada sustancial cambiará.

3º.-El artículo 92 de la Constitución española, desarrollado por la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, reguladora de las distintas modalidades de referéndum, permite perfectamente la realización de un referéndum consultivo en el ámbito territorial de Cataluña. ¿Sobre qué? Pues sobre aquélla cuestión que considere oportuno preguntar no Puigdemont sino el Gobierno de España, previamente autorizado por el Congreso de los Diputados (al final de este artículo aparecen dibujadas las opciones que yo sometería a referéndum en Cataluña).

4º.- Esencialmente diferente al referéndum consultivo del artículo 92 es aquél otro obligatorio cuando se entra en terreno sacrosanto: la segregación de España de alguno de sus territorios. Expliquémosle a la gente, de una santa vez, que tan grave decisión exige los siguientes trámites puestos en fila de a uno (artículo 168): acuerdo del Congreso y del Senado por 2/3 + disolución de las Cortes + acuerdo de las nuevas Cortes por 2/3 del Congreso y del Senado + aprobación mediante referéndum de todos los españoles. Desde luego, como dicen los gallegos y los portugueses, no es precisamente brincadeira.

¿A qué demonios estamos jugando? ¿Cuál es el riesgo real de una hipotética consulta en Cataluña sobre –claro está– lo que legalmente posible sea? ¿A qué es debido ese miedo primitivo a preguntar sobre lo que la  ley permite? ¿O es que el mayor problema radica en que a la gente no le explicamos lo que es posible y lo que no lo es? En fin, no le demos más vueltas, a estas alturas ya habré agotado la paciencia de cualquier osado lector.  Si hubiera acuerdo sobre la consulta en la forma que planteo, dos efectos se producirían, casi seguro: Esquerra Republicana de Cataluña (que es el auténtico problema, y no Podemos) podría salvar la cara y reconducir un proceso que casi nadie quiere; y podría haber, además, un gobierno de izquierdas en España. Por tanto, el problema y la solución pasa ahora por Cataluña, donde, quizás, debieran plantearse estas tres opciones:

Primera opción

Segunda opción

Tercera opción

Estoy de acuerdo con el actual marco de relación entre las instituciones catalanas y españolas.

Considero que el sistema de financiación penaliza a Cataluña y/o que el nivel de autogobierno es insuficiente

Soy partidario de la independencia de Cataluña y de su segregación del resto de España

Medidas a adoptar

Medidas a adoptar

Medidas a adoptar

Ninguna

Constitución de una Comisión Mixta  formada por miembros del Congreso y del Parlament, que presentará en el plazo de un año una relación de los preceptos  legales, estatutarios o constitucionales que sea aconsejable modificar para facilitar un adecuado encaje de Cataluña en España

Inicio de un procedimiento de reforma constitucional por el procedimiento y con los trámites regulados en el artículo 168 de la Constitución. La decisión final, en definitiva, será del conjunto del pueblo español.

¡Eureka! ¡Si ahora resulta que era legal! ¿Cuántos catalanes votarían la tercera opción, la que legal, política y económicamente no lleva a parte alguna? Pocos, muy pocos.

RUFINO SAN PEINADO

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Rufino Sanz es abogado y fue director general de Administración Local en CLM 

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