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Rutas: Una ermita en el cielo del Alto Rey

 

Un viaje por el Bornoba, con parada en Hiendelaencina, hasta llegar a la iglesia más alta de la provincia

En la cima del Alto Rey, a 1.852 metros de altura, hay una ermita robusta, con aspecto de refugio alpino, que resiste impacable el ventarral que llega desde la Sierra Pela, un área de vientos constantes  sobre la que han puesto sus miras las  empresas que instalan aerogeneradores, esos  modernos molinos de viento que producen electricidad. La cima del Alto Rey, por su especial condición estratégica, ha sido ampliamente explotada por el hombre en su afán de instalar allí toda clase de artilugios a mayor gloria del progreso. Primero hubo una base militar de control de tráfico aéreo, ya clausurada,  y luego llegaron todas las compañías de comunicaciones nacionales, con sus antenas y repetidores . La verdad es que han dejado a la montaña perdidita de herrumbe, aunque desde ella se disfruta de un paisaje maravilloso.

Al Alto Rey se puede llegar desde Sigüenza y Atienza por el norte de la provincia, o por el eje de Cogolludo si venimos desde la Capital.

En la Villa Ducal cogemos la CM-1001 que termina en Atienza, y ello nos permitirá, antes de meternos en las asperezas de la Sierra del Alto Rey, solazarnos con ese mar de bolsillo que ha crecido en el desfiladero del Bornoba y que es el pantano de Alcorlo.

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La presa recibe el nombre de un pueblo que  se extendía en una de las laderas de la Sierra de Zarzuela y que fue anegado por las aguas del embalse. Con él desapareció una buena muestra de la arquitectura popular serrana y un conjunto de casas de piedra y techos de  pizarra, en buen estado de conservación. Sólo se salvó la iglesia del Salvador, del siglo XVI, de primitiva construcción románica, que fue trasladada piedra a piedra a un barrio de Azuqueca.

La carretera pasa por encima de la presa, hecha de materiales sueltos, que después de  muchos años de prudentes pruebas (es del mismo tipo que la de Tous) los ingenieros permiten que soporte su máxima capacidad de embalse. Por ello, la lámina de agua se ha extendido por todo el perímetro del pantano, ocupando barrancos y gargantas, y hace tiempo que los restos de las construcciones de Alcorlo, antaño visibles, duermen bajo muchos metros de agua. Desde la misma presa hay  una panorámica bellísimo del cañón rocoso por donde discurre el río Bornoba, que vuelve a recuperar su cauce mediante un gran chorro de agua que despide el aliviadero de fondo del dique. Bajando por el empinado camino asfaltado, que sale de la misma presa, llegaremos cauce del río, y desde allí, tomando una cuesta a la derecha, podemos acceder a una de las cuevas prehisóricas más grandes de la provincia. La llaman del «Murciélago» y está formanda por un conjunto de cavidades que horadan la roca caliza de un espectacular barranco.

La más grande de todas ellas  presenta una sala espectacular, con paredes ennegrecidas por el humo y la humedad, y llama la atención el agujero situado  en su parte más alta,  por el que entra un rayo de sol que ilumina la estancia, como el lucernario de una catedral.  Hay más de veinte metros entre la boca del agujero y el suelo de la cueva, y no es difícil hacer volar la imaginación y ver a nuestros hombres primitivos utilizándolo como trampa de animales. El yacimiento data de las  épocas paleolítica y neolítica y recientemente  se colocó en su entrada un escueto panel informativo.

Salimos de la cueva y cincuenta metros más allá, se encuentra un pequeño puente románico que cruza el escueto cauce del Bornoba.  En el horizonte, se divisan las arboledas y huertos que rodean a San Andrés del Congosto, un pequeño caserío que guarda en su iglesia a Nuestra Señora de la Sopena, una interesante talla románica venerada  en la comarca.

Volvemos a la presa y seguimos viaje por  la carretera, que va rodeando  el pantano,  y nos permite  disfrutar de sus refrescantes vistas, con un horizonte de montañas y serranías encrestadas. A nuestra izquierda veremos una sencilla capilla moderna y un cementerio de nueva construcción, que constituye  el único legado  del pueblo que fue Alcorlo.  Allí reposan los restos exhumados del viejo camposanto, que también fue cubierto por  el agua.

El siguiente pueblo que nos encontraremos es Congostrina, en lo alto de un monte  entre los valles del Bornoba y Cañamares. La carretera se estrecha y discurre por parajes austeros, azotados por todos los vientos, y en los que la vegetación se abre paso, a duras penas,  entre tierras quemadas por la erosión.

La plata de Hiendelanecina

La vida en esta sierra nunca fue fácil, y menos después de que cerraran las minas de Hiendelaencina, nuestro próximo destino, Hiendelaencina llegó a ser  el tercer  pueblo de la provincia, con unos diez mil habitantes, allá por la mitad del siglo XIX. ¡Quién lo diría, ahora que sólo tiene poco más de un centenar! De Hiendelaencina hace ya mucho tiempo que se fueron los mineros. Quitando esporádicas aventuras fracasadas, para tratar la pirita de plata amontonada en las escombreras, la extracción de mineral en galerías se fue al traste tras la primera Guerra Mundial. Y desde entonces, el precio de la plata no ha hecho rentable seguir con su explotación.

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Todo comenzó en 1844, cuando se formó la primera sociedad explotadora constituida, entre otros, por sacristanes, maestros, el cura de Ledanca, varios funcionarios y el administrador del Duque del Infantado. Pusieron en marcha la mina de Santa Cecilia y allí empezó el milagro. La plata se vendía magníficamente y se fueron abriendo varias explotaciones más que superaron la docena. Como el negocio era notable, los ingleses, con grandes intereses en toda la minería nacional, siguieron los pasos de nuestros paisanos y fundaron en Londres, en 1845, la sociedad minera «Bella Raquel».

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Siguiendo por la carretera de Atienza, a menos de un kilómetro, sale una pista a la derecha que nos lleva hasta las ruinas de lo que fue la fábrica y el poblado «La Constante», que llegó a albergar a centenares de familias de mineros. Sacaron de las entrañas de la tierra, mientras duró la explotación (1845-1879), más de 300.000 kilos de plata de ley  que luego les compraba la Casa de la Moneda. Era la fiebre de la plata. La guerra franco-prusiana incidió negativamente en el negocio de la plata pero, a partir de 1889, Hiendelaencina recuperó el pulso y vivió su segunda gran época. Regresó el capital extranjero, nada menos que con el barón Rotschild a la cabeza, y se empezó  a sacar mineral -nunca mejor dicho-, a punta pala, a un ritmo de unos veinte mil kilos limpios de plata al año. Fue entonces cuando Hiendelaencina pegó el estirón, se ampliaron los poblados, florecieron barrios enteros y se construyó la nueva iglesia, en la plaza mayor, de gran capacidad para acoger a los nuevos feligreses.

La plata sigue hoy impregnando todas y cada una de las piedras en los alrededores de Hiendelaencina, pero ya sólo vale para abrillantar  el paisaje. Las ruinas de «La Constante», los respiraderos de algunas galerías y el gran lavadero circular junto a las escombreras, escoltado por artilugios herrumbrosos, que algún día sirvieron para limpiar el mineral, son melancólicos testigos del que fue tercer núcleo de población de la provincia.

La plata ya no tiene quien la extraiga. Precios bajos, altos costes. Pero todavía está ahí.

Romería en el Alto Rey

El horizonte del Alto Rey, con sus antenas coronando la montaña, se hace más visible  al pasar por Villares de Jadraque, otro pueblo serrano, con casas de piedra e iglesia del siglo XVI.

El pueblo más cercano al Alto Rey es Bustares. Su caserío es amplio, con grandes caserones de piedra y establos anejos  en los que se guarda el ganado vacuno, que transita sin prisas por sus calles. Siguiendo la carretera llegaremos a nuestro punto del destino, la cima de una montaña que la leyenda vincula  con loscaballeros del Temple, y que en cualquier caso fue un lugar mágico y sagrado de las antiguas civilizaciones que poblaron la meseta castellana.

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Al Alto Rey se sube por una pista de una sola dirección, que en su día estuvo reservada a uso militar, y que en la actualidad, a pesar de mantener el cartel y la advertencia,  tiene el paso franco. Los barracones de la vieja base de control de tráfico aéreo siguen en su sitio, pero el destacamento hace tiempo que emigró. Lo que han proliferado son las antenas de telefonía, que se han instalado por doquier. Una de ellas  está pegada a la ermita como un sabañón, y molesta comprobar que algunos de estos  artilugios hace tiempo que están fuera de servicio. Pero allí quedan sus esqueletos, pura herrumbre, sin que autoridad alguna obligue a llevárselos a la chatarrería.

El Alto Rey  es el templo más alto de la provincia y  me recuerda a los Nidos de Aguila de la alta montaña. Sus paredes son gruesas y se apuntalan con aparatosos contrafuertes, capaces de soportar las más violentas tormentas o la nieve que cubre aquel paraje durante los meses de invierno. Ahora menos. La puerta siempre está abierta para aquel que busque refugio en su interior.

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Cada 13 de octubre, desde Bustares se inicia una romería que acaba en la cima del Alto Rey, hasta donde los vecinos de la comarca llegan con sus estandartes y cruces parroquiales. Allí arriba, Guadalajara entera queda a los pies. Como pueden ver.

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