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El Zurracapote y el agua de naranja

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Dos o tres días antes de Jueves Santo, cuando su contenido religioso estaba por encima de cualquier otra consideración, los mozos y mozas de Trillo  empleaban sus tardes adolescentes en la elaboración artesanal de unas bebidas simples, ya casi desaparecidas de nuestra tradición.

 

Es posible que su recuerdo anime a alguna familia a ponerse de nuevo manos a la obra. Y aún podríamos ir más lejos. A muchos abuelos el Zurracapote y el Agua de Naranja, que así se llamaban los licores, les sabrán ahora, tantos años después, igual de dulces que su primer amor.

 isidora hencheIsidora Henche no ha olvidado cómo sus amigas y ella, bien pimpolludas, mezclaban el Agua de Naranja, que era la versión femenina del Zurracapote. “Nos escondíamos de los chicos para hacerla, pero nos buscaban, y nos acababan encontrando. Hay que reconocer que a nosotras también nos venía bien que lo hicieran”, cuenta. Cualquier sitio era bueno para ocultar el brebaje de la voracidad hormonal masculina. “Para que no dieran con ella la escondíamos en pajares, o en casas en las que no vivía nadie”, dice la trillana.

Cada cuadrilla de mozos tenían su investigador privado, encargado de seguirlas a ellas o de preguntar a éste y aquel para hallar el tesoro. “Si la localizaban, nos la quitaban, aunque luego nos invitaban a Zurracapote para compensar”.

Isidora lo está pasando bien charlando y contando, junto a su amiga María Morillejo, algo que les quedaba ya muy lejano en el tiempo. No faltan las risas. “Una vez hicimos el Agua de Naranja en un escondite, al lado de la casa de Gerardo. La volcamos en una garrafa de arroba, la metimos en un saco, la tapamos bien tapadita con paja, y allí parecía que no había nada. Ese año no la descubrieron”, dice María.

Este elixir de la juventud trillana tenía poco secreto. “Le echábamos agua, naranjas exprimidas, azúcar y canela; y ya estaba. La proporción dependía de las que fuésemos”, cuenta la abuela que conserva intacto su lustre de cara y el buen humor.

maria morillejoEl Zurracapote, la receta de los hombres, rendía pleitesía al vino, que debía mezclarse a partes iguales con agua, para después añadirle canela y trocitos de naranja, limón, plátano o manzana. “Antes de tomarlo había que dejarlo macerar 24 horas para que el líquido cogiera el gusto de la fruta y las especias”, recuerda Isidora. El resultado era que algunos mozos, envalentonados por el calentón del trago, se decidían a decirle algo a su primer amor. “Seguro que alguna también nos emborracharíamos”, dice Isidora. “Se nos iba un poco la cabeza”, añade María. “Lo que no podíamos era bailar. En Semana Santa estaba prohibido”, reconocen al unísono. Las pandillas de chicos y chicas salían por separado, carretera arriba o abajo, saltando, cantando y jugando a juegos como “A la una va mi mula”. “Corríamos y brincábamos como galgos”, ríe Isidora. El juego consistía en que cada una debía, con agilidad, elevarse por encima del resto de sus compañeras agachadas. Entonces se estilaban las faldas, por lo que “cuando venían los chicos no lo podíamos hacer porque para saltar nos recogíamos las enaguas”, cuenta.

En Semana Santa “íbamos a todas las procesiones y nos acostábamos al mismo tiempo que las gallinas”, dice Isidora. Incluso en julio, en cuanto daban la luz de las calles, y “aunque estuvieras con tu novio en el baile, había que irse a casa”. Esta vez vuelven a ser la memoria de María la que se mezcla con la de Isidora, como Tajo y Cifuentes.

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